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Ciertamente Dios ha ocultado misericordiosamente a nuestra curiosidad la mayoría de las cosas que han de suceder. Porque, por un lado, si pudiésemos visionar una gran prosperidad, estaríamos tentados a un exceso de orgullo y regocijo, y por otra parte, si alguien utilizando su razonamiento y facultad para entender pudiese, por medio de alguna óptica secreta, ver de un vistazo todas las aflicciones que le están por suceder en el mundo ¿cómo no languidecería su vida? Algo así lo haría mantenerse constantemente en la palestra, y le haría sufrir en todo momento lo que está por venir, cuando es algo que solo debería ser soportado una vez.
Sin embargo, aunque la mayoría de las cosas del futuro están ocultas, muy a menudo nos hacemos tristes imaginaciones de males que se acercan y despiertan nuestros miedos. ¿Cuántas tempestades y naufragios no sufren los hombres en tierra firme, al sospechar calamidades que nunca llegan?
Los temores imaginarios funcionan como si fuesen reales, y producen sustanciales tristezas. Ahora bien, ¿Cómo puede una criatura tan dubitativa y poco firme como el ser humano, no tener angustia interior en medio de circunstancias que están sujetas, a cada minuto, a las leyes del cambio? ¿Qué es lo que puede darle tranquilidad y reposo, en su mejor condición, sino una seguridad de que nada le sucederá que no esté de acuerdo a la voluntad, llena de gracia, y el consejo sabio de Dios? ¿Qué es lo que puede aliviar nuestras penas sino la divina bondad que está tiernamente inclinada a socorrernos?
"Mi socorro viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra" (Salmos 121:2). "Porque sol y escudo es el Señor Dios" (Salmos 84:11). Él es suficiente para suplir nuestras necesidades y satisfacer nuestros deseos. Como el sol que da vida y gozo a todo el mundo, y así hubiese mil leones u otro tipo de seres o individuos en él, su luz y calor es suficiente para todos, del mismo modo la bondad divina puede suplirnos con toda cosa buena a nosotros, y a diez mil mundos más.
Su poder puede asegurarnos sus favores, y prevenir problemas, o, lo que es aún más admirable, hacer que esos problemas sean beneficiosos y que sirvan a nuestra felicidad. Él es un refugio seguro, un santuario inviolable al que podemos retirarnos en todas nuestras necesidades. Su omnipotencia es dirigida por una sabiduría inerrante, y motivada por un amor infinito, por el bien de aquellos que fielmente le obedecen. Una humilde confianza en Él nos libera de ansiedades, preserva firmemente un temperamento pacífico en medio de las tormentas. Esto produce una superioridad de espíritu, un verdadero imperio de la mente sobre todo lo externo.
Lo que era la vana jactancia de los filósofos, el que, por el poder de la razón, podían hacer que todos los accidentes contribuyesen a su felicidad, es el privilegio real que obtenemos de una confianza regular en Dios, quien dirige y ordena todas las cosas que suceden para el bien eterno de sus siervos. En las peores circunstancias, podemos regocijarnos en esperanza, en una cierta y tranquila expectativa de algún suceso bendito. Incluso en la misma muerte somos más que vencedores. "Oh, Señor de los ejércitos, dichoso es el hombre que confía en ti" (Salmos 84:12).
William Bates, Obras.
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